Editorial

El origen de la reforma judicial fue uno de los principales objetivos —por no decir caprichos— del expresidente Andrés Manuel López Obrador. Aún es demasiado pronto para decir si fue exitosa o no, pero ha fallado justo donde más esperanzas habían depositado sus impulsores: la participación popular.
Solo el 13 por ciento del padrón electoral acudió a votar. Se abre así un panorama inédito, para el cual no existe manual ni guía clara de qué sigue.
Hay una razón por la cual López Obrador no pudo avanzar en su primer intento de reforma: no tenía la mayoría suficiente en el Congreso. Le tomó todo un sexenio lograr ese control legislativo que, al final, permitió la aprobación exprés. Aun así, la reforma se saltó pasos fundamentales: la deliberación, el consenso y, sobre todo, la incorporación de críticas de juristas, académicos y actores clave del Poder Judicial.
Cabe recordar que esta controvertida reforma avanzó gracias al triunfo aplastante de Claudia Sheinbaum y a la traición del priista Miguel Ángel Yunes en los últimos momentos del sexenio. Solo así fue posible sostener este proyecto político, que continuó entre huelgas y paros dentro del sistema judicial.
Durante todo el proceso, no hubo un verdadero debate público que explicara a la ciudadanía de qué trataba la reforma, por qué era necesaria, y cómo el sistema judicial mexicano está viciado: jueces que operan bajo amenazas o sobornos, más del 90 por ciento de los delitos impunes, y miles de personas inocentes en prisión preventiva o esperando una sentencia que no llega.
Eso faltó: involucrar a la ciudadanía. Y ahora, lo que falló fue precisamente la participación ciudadana.
El mensaje es claro para México: la voluntad del pueblo no puede reducirse al 13 por ciento del electorado. Lo que sigue ahora es evitar que esta transformación derive en una crisis mayor en la impartición de justicia, que comprometa la autonomía del Poder Judicial y lo convierta en un instrumento político. De ser así, México habrá perdido la justicia en nombre de la democracia.